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Contra viento


Paco Castellano, en un entrenamiento de esta temporada.

Paco Castellano finge ignorar el aluvión de críticas, convencido de que aún tiene el ascenso a mano
Patricio Viñayo. LA PROVINCIA. 13.4.99
Nunca en toda la temporada se había apoderado de la masa social que sostiene a la Unión Deportiva Las Palmas tal sensación de desánimo colectivo. Tanto es así que las cabezas rectoras del club, presidido por Ángel Luis Tadeo, sopesan la posibilidad de un relevo en la dirección técnica del primer equipo, a pesar de haber recalcado en varias ocasiones esta campaña la decisión firme de mantener a Paco Castellano hasta el 30 de junio.

Esta actitud loable, increíblemente útil en momentos de duda, se convierte en una postura contra natura cuando el clamor general, salvo contadas excepciones, va en una sola dirección: la destitución del técnico. No se trata ahora de sumar una petición más de cese, sino de constatar –misión del periodista– una realidad que nadie ignora.

El drama personal. En circunstancias como ésta, la vida de un entrenador se vuelve asfixiante. Cualquier movimiento en la ciudad se convierte en una letanía de reproches de desconocidos o de tímidas adhesiones de aficionados que, en la mayoría de los casos, no se atreven, en realidad, a hacerle patente su disgusto.

Excesivo en todo, tan proclive al arranque irascible como a la lágrima fácil, defensores y detractores de su figura dibujan un perfil de su carácter que va de la bondad extrema a la maldad más sibilina. Su propia psicología lo ha hecho víctima fácil de cualquier provocación en rueda de prensa. Difícilmente se recuerda un entrenador al frente del equipo que tuviera tantos encontronazos con la prensa. Los ha habido que protagonizaron incidentes más graves, pero no de forma tan insistente. Ni siquiera el Paco Castellano de otra época.

De la misma forma, ha protagonizado episodios ciertamente conmovedores gracias a su sentimentalidad extrema (lloró el día que Cicovic le explicó por qué quería abandonar la concentración a causa de la guerra) y a su indudable cariño a los colores de la Unión Deportiva (apenas soportó la lágrima cuando alabó la entrega de Álex, lesionado, en el partido contra el Málaga en el Insular).

Esta inclinación a las reacciones extremas han seguido su curso en otro frente: el vestuario. A medida que los resultados no iban llegando, los reproches a los jugadores se convertían más en enfados que en correcciones tácticas. Un cierto síndrome de persecución se ha ido apoderando tanto de él como de la mayor parte del cuerpo técnico, que, lejos de intentar atemperar las crispaciones del primer entrenador, muchas veces las alimentaron. Gente próxima encendía la chispa y Castellano, enardecido, echaba fuego por la boca. Unas veces le tocaba a los jugadores, otras a los periodistas. Cada vez fue sintiendo más la desconfianza del entorno, incluso desde el propio club. Sólo un consejero parecía tranquilizarlo con su apoyo. Castellano lo agradecía como si fuera la palabra de apoyo de su mejor amigo. Y en medio de este drama personal, nadie que se decida a terminar con esta agonía.

El mejor servicio al club. El suplicio que supone a nivel familiar y deportivo sostener una situación como la que atraviesa ahora mismo el entrenador de la Unión Deportiva no puede interpretarse como el mejor servicio al club. Es fácil explicarlo. Si Las Palmas gana el próximo partido contra el Compostela, alguien puede pensar erróneamente que todo lo que se ha dicho hasta esta línea fue inútil. Pero toda la justificación de lo escrito es la realidad. No se habla del futuro, sino del presente.

Caben dos enfoques de quienes rigen el club en estos momentos: o hay un empeño máximo en ascender esta temporada o en estabilizar un proyecto sin importar el plazo. El primero de los casos pasa por la necesidad de una reacción. El segundo, por la continuidad de una situación que no lleva camino de cambiar y apura un margen de actuación cada vez más estrecho, a medida que se acerca el final de la temporada.

En uno u otro caso se está desnaturalizando la relación del club con su masa social, haciendo oídos sordos al sentir general. Si se trabaja en el segundo enfoque, el guión se está cumpliendo suficientemente (también cabrían alegaciones, pero supondría abordar un debate más amplio), pero con un fallo importante: se ha engañado al aficionado. Si se trabaja con la prioridad de ascender, se está cayendo en un empecinamiento enfermizo: dar imagen de firmeza a costa de hundir la imagen del entrenador y del propio consejo de administración. El propio Castellano no quiere, de momento, dimitir. Su coraje le impide abandonar el barco cuando zozobra. Nunca fue cobarde. Y ese mismo coraje le impide comprender que la dimisión sería un gesto de honestidad (rarísimo en estos tiempos) que liberaría al consejo de sus compromisos y evitaría que se tuvieran que desdecir públicamente.

Sería tal vez la forma más valiente que puede encontrar el entrenador de demostrar su adhesión al color amarillo y una excusa para que la afición reconozca en él a un hombre que, simplemente, no pudo consumar un objetivo y dio paso, elegantemente, a otro.

Muchos entrenadores de reconocido prestigio internacional han saboreado triunfos y derrotas sin sentirse humillado. Y un cese sería más humillante que una salida digna como la dimisión. La historia hablaría a su favor.

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